Entre el 12 y el 14 de abril de 1931 tuvo lugar unas
de las cesuras más caracterizadas de la historia contemporánea de España: la
caída de la Monarquía borbónica, que encarnaba Alfonso XIII, y la simultánea
proclamación de la Segunda República.
La Republica fue depositaria de los anhelos de
regeneración y de las esperanzas democratizadoras de buena parte de los
españoles de la época.
Los gobernantes republicanos, dotados de un amplio respaldo
democrático tras las primeras elecciones parlamentarias, parecían en
condiciones de poner en marcha o acelerar muchos de los procesos de
modernización política y socioeconómica por los que venían clamando desde hacia
décadas las mentes más lúcidas del país: una reforma del sistema
representativo, que terminara con las lacras del caciquismo y consolidara un
sistema de partidos de masas; un nuevo modelo de Administración civil y
militar, que dotara al Estado de mayor eficacia y que, al tiempo, lo descentralizara,
abriendo paso a procesos de regionalización y autogobierno; un nuevo marco de
relaciones laborales, que mejorara las condiciones angustiosas de gran parte de
la población asalariada; una reforma agraria, que satisfaciera las demandas de
tierra del campesinado y facilitara la racionalización de la agricultura;
procesos de secularización, que pusieran fin al tradicional contubernio entre
la Iglesia católica y el Estado monárquico…
El nacimiento de la Segunda República supuso la
sustitución o la reforma profunda de muchas de las instituciones vigentes con
la Monarquía, conforme a la idea expresada por Azaña de cambiar el sistema
político y la política del sistema.
En la marcha hacia un ordenamiento constitucional
acorde con los principios democráticos que inspiraban al nuevo régimen era
preciso cubrir una etapa de transición. Ello implicaba levantar en muy poco
tiempo un considerable entramado legal y política, cuya pieza maestra seria la
Constitución. Hasta que el Parlamento la aprobase, era el Gobierno provisional
y luego a las Cortes constituyentes a quienes correspondería la tarea de
improvisar un marco legal que respondiera a las expectativas creadas por el
cambio de régimen.
Entre los dirigentes republicanos, juristas en su
mayor parte, imperó desde el principio un notable afán por legitimar la
situación revolucionaria y cubrir los vacíos legales provocados por la caída de
la Monarquía. No habían escatimado esfuerzos para calmar a las llamadas clases
conservadoras, haciéndolas ver que la Republica implicaba un cambio
revolucionario de carácter político, pero sin que ello supusiera una
modificación radical del sistema social. En este sentido, la presidencia del
Gobierno provisional y la responsabilidad del mantenimiento del orden público
se encomendaban a dos políticos recién conversos al republicanismo, como eran
Alcalá Zamora y Maura.
Por su parte, los socialistas, representantes del
único movimiento de masas organizado que apoyaba el nacimiento de la Republica,
aceptarían mantenerse en un discreto segundo plano, conscientes de la necesidad
de no suscitar resistencias numantinas entre los monárquicos.
El mismo 14 de abril, el comité ejecutivo de la
Conjunción, actuando como ente depositario del poder revolucionario, promulgo
un decreto encomendado a Alcalá Zamora la presidencia del Gobierno provisional
y, con ella, se publicaban sendos decretos con el nombramiento de los miembros
del Gabinete, el texto del Estatuto jurídico por el que se regiría el poder
Ejecutivo hasta la entrada en vigor de la Constitución, y la concesión de una
amnistía para los delitos políticos. El primer Gobierno republicano recogía en
su composición las diferentes tendencias políticas y sociales que integraban la
Conjunción republicano-socialista. Figuraban en él desde antiguos ministros de
la Monarquía, representantes de una burguesía conservadora y católica, hasta
dirigentes sindicales con un pasado obrero, pero predominaban los ministros
procedentes de la pequeña burguesía de profesionales y funcionarios, dotados de
un marcado talante reformista y dispuesto a cometer un ambicioso plan de
transformaciones políticas y de modernización de los aparatos del Estado.
La sublevación militar contra la Republica pensada y
proyectada como un golpe rápido, devino en una guerra civil que duro treinta y
dos meses. El objetivo de los sublevados, la eliminación del Frente Popular y
la sustitución de la Republica por una dictadura transitoria, quedo desbordado
y dio paso a una transformación mucho mayor.
Nacida en medio de un consenso casi general, la
Republica se frustró en breve plazo, dando paso a la Guerra Civil que asoló las
tierras de España desde el verano de 1936.
Transcurrido ya más de medio siglo desde su final, el
periodo republicano es hoy uno de los mejor conocidos de nuestra
contemporaneidad, y referente obligado para la comprensión del presente y de
los procesos históricos que se han desarrollado en la segunda mitad de la
centuria.